En busca de Utopia
Sam
Gindin*
Este año se cumple el quinto centenario de la
Utopia de Tomás Moro, el libro que introdujo el término “utopía” en el
pensamiento radical en los primeros días del capitalismo. En la historia de
Moro, un personaje de ficción declara que “siempre que haya propiedad privada y
el dinero sea la medida de todas las cosas, muy difícilmente será posible para
una comunidad gobernarse de forma justa o feliz”. Quinientos años después, esta
idea –que la propiedad privada de los medios de producción es la barrera
fundamental para un mundo mejor– tiene mucho predicamento en la izquierda, y
son muchos los que apelan a una economía basada en el control directo de los
trabajadores y de la comunidad.
Michael Albert y Robin Hahnel estaban en la
vanguardia de este tipo de demandas, intentando establecer la viabilidad
práctica de un principio de “economía participativa” a principios de 1990. Escribiendo
después de la crisis financiera de 2008, Hahnel volvió a insistir en la
importancia de creer en una alternativa plausible: sin ella, dijo, “no podemos
esperar que la gente corra los riesgos necesarios para cambiar las cosas” ni
“forjar una estrategia de cómo llegar de aquí allá”.Defensores más recientes
han saltado del problema de la confianza al problema de la estrategia. Tres destacados
intelectuales de izquierda están en el centro de esos esfuerzos: Richard Wolff,
Gar Alperovitz y Erik Olin Wright.Trabajando más o menos independientemente,
sus argumentos, sin embargo, coinciden y han encontrado una audiencia receptiva
entre los activistas desilusionados con los sindicatos, la política electoral y
su propia experiencia en los movimientos sociales, pero inspirada en los
experimentos de control popular en América Latina. Al crecer el interés, la
economía participativa se ha calificado de “próxima gran idea en la izquierda”.
Los partidarios del control popular abogan por la
toma gradual y directa de los centros de trabajo por grupos de trabajadores,
dentro del capitalismo, junto con una expansión inmediata parecida de las
cooperativas y la difusión de la participación descentralizada en todos los
aspectos de la vida social. Con el tiempo, estos cambios cuantitativos darán
lugar a un cambio cualitativo, en el que el capitalismo dará paso a una
sociedad basada en una sustancial democracia económica y social.
Para Richard Wolff, economista político, el
problema que define al capitalismo es la explotación. Los capitalistas, que
controlan los medios de producción, compran la fuerza de trabajo, organizan y
controlan los excedentes que los trabajadores crean para su propio consumo y,
sobre todo, para la reinversión productiva que mantiene este ciclo funcionando.
Pero Wolff no piensa que vamos a terminar con la
explotación tratando de regular los mercados o virando hacia alternativas
estatistas, ya sean socialdemócratas o comunistas. Teniendo en cuenta las
relaciones de poder arraigadas en el capitalismo, piensa que las empresas
inevitablemente capturan a los reguladores y la expansión fiscal hace crecer el
sistema en lugar de alterarlo. Y la planificación central simplemente sustituye
a los capitalistas por los burócratas del Estado.Como gran parte de la
izquierda estadounidense, Wolff se solidariza con los sindicatos. Pero ya no
los ve capaces de dirigir la transformación social. En cambio, presenta una
alternativa próxima al sindicalismo, basada en la creación de empresas
autogestionadas por los trabajadores, centradas en la “organización interna de
empresas productivas” y “haciendo que sean los propios trabajadores dentro de
cada empresa productiva quienes se apropien de los excedentes de la misma”.
El historiador Gar Alperovitz, igualmente
optimista, argumenta que los trabajadores ya tienen una base material para
unirse a esta revolución de las relaciones de propiedad. Distanciándose de la visión
generalizada de las últimas tres décadas como un período de expectativas cada
vez más rebajadas, Alperovitz predice en “What Then Must We Do?” (¿Entonces,
qué hemos de hacer?) que cada vez más gente se volverá en contra de las
relaciones sociales capitalistas mientras “la economía siga deteriorándose y
apenas ofrezca otra alternativa que innovar y tomar las cosas en sus propias
manos”. Y da un paso más allá, afirmando que la “próxima revolución americana”
ya está en marcha. “El socialismo”, nos dice Alperovitz, “es tan común como la
hierba en EE UU” (añadiendo entre paréntesis “bueno, tal vez no tan común...
pero sigue siendo muy común”). En un capítulo titulado “El socialismo
cotidiano, todo el tiempo, American Style”, Alperovitz señala que la “democratización
tranquila” de la economía de EE UU ha llevado a “más del 40% de la población” a
unirse en cooperativas y a más de diez millones a convertirse en miembros de
los planes de adquisición de acciones para empleados (ESOP en inglés). Los
ESOP, insiste, abarcan a “tres millones [de miembros] más que los afiliados
sindicales en el sector privado”.
Erik Olin Wright, un sociólogo marxista, tiene
una mayor ambición teórica y matiza más en sus comentarios que Alperovitz. Rechaza,
con razón, la visión determinista del marxismo vulgar y, aunque prevé que la
lucha por sustituir al capitalismo comportará graves conflictos y rupturas
localizadas, considera con buen criterio que una solución insurreccional está
pasada de moda en una época en la que el capitalismo se relaciona ante todo con
la democracia liberal. Por otra parte, Wright teme que el corolario de una
ruptura –la “dictadura del proletariado”– comporte el riesgo de un
autoritarismo peor. Esto no quiere decir que se alinee con los movimientos
sociales de tinte anarquista, implacablemente hostiles al Estado; para él, el
Estado es un importante terreno de lucha.Pero al igual que Wolff y Alperovitz,
adopta un marco gradualista de “metamorfosis” y otorga un peso considerable ql
desarrollo ecléctico de “alternativas intersticiales” que crecen en las grietas
del capitalismo: “utopías reales” que finalmente pueden extenderse hasta el
núcleo duro del capitalismo.
El atractivo de los microcosmos de un mundo
futuro, como las cooperativas y empresas autogestionadas, refleja un deseo
común por el control sustancial de nuestra vida cotidiana y una esperanza de
que esas entidades puedan actuar como arietes estratégicos para alcanzar el
socialismo.Por otra parte, el populismo de inspiración marxista de este enfoque
parece ofrecer una vía de escape del dilema de o bien trabajar dentro del
sistema y ser cooptado o bien esperar una revolución que nunca llega. Para
muchos activistas también parece contener la ventaja añadida de esquivar las
confusas complejidades que implica enfrentarse al Estado, a pesar de que el
Estado se halla en el centro de las relaciones de propiedad y del poder
capitalista. Al final, sin embargo, esta orientación estratégica no es
suficiente.
Los fines y los medios
Las dificultades surgen rápidamente en las
propuestas de instaurar la autogestión de los trabajadores dentro del
capitalismo, sobre todo cuando se trata de la propiedad. Albert y Hahnel
siempre tuvieron el cuidado de insistir en que los trabajadores no son dueños
de su centro de trabajo particular, por mucho que lo controlen, sino que este
pertenece a la sociedad en su conjunto. Argumentaron que los trabajadores deben
“gestionar” sus centros de trabajo, ya que son los “más afectados” por lo que
sucede allí, pero para que la democracia socialista funcione, todos los
afectados por las decisiones relativas a los centros de trabajo –los demás
trabajadores, así como los consumidores y la comunidad– deben intervenir en la
decisión de cómo gastar los excedentes generados por la producción.
Sin embargo, surgen preguntas espinosas sobre la
propiedad –y más en general sobre la mediación entre medios y fines– cuando se
implementa el control obrero dentro del capitalismo, un sistema en el que la
institucionalización de la propiedad requiere que la misma resida legal y
sustancialmente en alguna parte. Si se rechaza la propiedad estatal como
sustituto del bien común y si la propiedad de las empresas controladas por los
trabajadores está en manos de estos, entonces estos grupos de trabajadores se
convierten esencialmente en sus propios capitalistas. Tienen derechos de
propiedad, movilizan sus propias finanzas y controlan y reinvierten “su”
excedente en su propio beneficio.
El significado de tener derechos de propiedad
legalmente autorizados quedó claro tras la crisis económica de 2001 en
Argentina. Los trabajadores, al hacerse cargo de fábricas cerradas, necesitaban
la clara garantía de los derechos de propiedad para conseguir financiación y
créditos para la compra de componentes y suministros con cargo a los ingresos
futuros. El Estado accedió a esta demanda, pero solo con la condición de que
los centros de trabajo se convirtieran en cooperativas, lo que suponía que los
trabajadores heredaban las deudas de las fábricas “recuperadas” y también eran
responsables de sus pérdidas.
Los trabajadores más combativos se opusieron a
tal disposición. Ellos querían un papel en la gestión de los centros de
trabajo, pero dijeron que el Estado debía hacerse cargo legalmente de ellos,
financiar su renovación y vincularlos en un plan común a todos los centros. Esas
demandas fueron, en general, desestimadas. De esta forma, los trabajadores
terminaron formando cooperativas y se vieron triplemente mermados como
competidores dentro del capitalismo: empezaron con instalaciones que los
capitalistas habían dejado descapitalizadas y no eran competitivas, se cargaron
de deudas y tuvieron que invertir sus propios ahorros en las instalaciones o
aceptar salarios más bajos para hacer frente a la deuda y las nuevas
inversiones.
El caso de Argentina pone en entredicho la idea
de que tener más centros de trabajo controlados por los trabajadores o
cooperativas se traducirá sin más en un orden social cada vez más igualitario. Sin
un mecanismo institucional alternativo para la coordinación de las actividades
productivas, los mercados competitivos –que Hahnel ha calificado de “cáncer del
socialismo”– transforman las diferencias en los activos, habilidades, ventajas
de localización y valoración del producto en grandes desigualdades entre los
trabajadores y las comunidades.
El impacto negativo de estas desigualdades en la
solidaridad social se puso dolorosamente de manifiesto en la antigua
Yugoslavia, que había implantado plenamente un socialismo de mercado. La
distribución desigual de ventajas históricas y geográficas hizo que las
desigualdades entre las empresas también se expresaran a escala regional. Cuando
esto se superpuso con estructuras políticas étnicas y clientelares, se
agravaron peligrosamente las tensiones étnicas. Y como el norte de Yugoslavia
desarrolló lazos económicos más estrechos con Europa, estas desigualdades se
amplificaron.
Una de las desigualdades más importantes
generadas por la competencia –un elemento ineludible del capitalismo– es el
desempleo. Si las empresas exitosas expulsan del negocio a las que no tienen
éxito y si los colectivos de trabajadores prefieren no contratar y compartir
los beneficios con los trabajadores que acaban de entrar a formar parte de la
fuerza laboral, ¿qué ocurre con los trabajadores que se han quedado sin empleo?
Wolff ha reflexionado sobre esta cuestión y reconoce que una economía poblada
por empresas autogestionadas por los trabajadores requeriría la intervención
del Estado para combatir el desempleo. Pero su antipatía hacia el Estado le
lleva a formular una respuesta sorprendentemente ingenua: “En lugar de percibir
el subsidio de paro durante un periodo, [los trabajadores] podrían optar por
cobrar el total por adelantado como capital inicial para fundar una empresa
autogestionada”. Enviar, de nuevo, a la jungla competitiva a los trabajadores
que no han podido encontrar trabajo u ofrecer a los que acaban de entrar a
formar parte de la fuerza de trabajo la oportunidad de competir con los ya
establecidos, suena muy parecido a las soluciones ofrecidas por la derecha
libertaria. Y no tiene en cuenta el hecho de que el único país con un programa
de este tipo (Italia) tiene una tasa de desempleo que duplica la de EE UU.
Un modelo que a simple vista parece abordar mejor
el problema de la fragmentación de la propiedad de la clase obrera es el Fondo
de Solidaridad de Quebec (QSF en inglés), uno de los ejemplos de “utopía real”
que alaba Wright. El QSF se diferencia en que el Estado subvenciona a los
trabajadores para que inviertan en un “fondo de solidaridad” y delega las
decisiones de propiedad y de inversión no en las manos de trabajadores
dispersos o subgrupos de trabajadores, sino en una colectividad más amplia; en
este caso, en un organismo sindical central. Aunque Wright reconoce que el QSF
no cuestiona el capitalismo, sí parece creer que puede contribuir al proyecto
más amplio de hacerlo. Esto es un error. Encargar a los líderes sindicales no
garantiza en sí mismo una política mejor. De hecho, el QSF se concibió
originalmente para desviar la atención populista de demandas radicales como el
control de entidades financieras privadas, no para democratizar la economía.
En realidad, la participación de los trabajadores
en el QSF consiste sobre todo en otorgarles los elevados incentivos fiscales
que benefician a quienes contribuyen al fondo (una concesión que ha contribuido
a silenciar las críticas a las rebajas del impuesto de sociedades). El QSF
también otorga a la Federación de Sindicatos de Quebec sendas oportunidades
clientelares, como unos cargos bien remunerados en la cúpula y la retribución
de los activistas que venden el programa en los centros de trabajo. Sobre todo,
la preocupación del fondo por su alta rentabilidad y su legitimidad ante los
inversores ha impedido que se emplearan sus fondos para favorecer a las
empresas sindicadas y no a empresas antisindicales, que se tuvieran en cuenta
posibles reconversiones creativas o se mostrara alguna afinidad significativa
con las inversiones sociales.
En este sentido, la identificación errónea que
hace Wright de Quebec con una “economía social” parece reflejar una
determinación táctica de la izquierda para encontrar ejemplos positivos que
estimulen el optimismo. A su favor, hay que admitir que Quebec ha introducido
programas progresivos como las guarderías. No obstante, el resultado global no
es tan diferente del de otros países. Los estudiantes y los sindicatos han
salido a la calle contra los aumentos de tasas, los recortes en el sector
público, la congelación de salarios y la degradación del medio ambiente. En
Quebec, como en otras partes, ninguna “economía social” ha sustituido el
conjunto de políticas que denominamos “neoliberalismo”.
Las propuestas más ambiciosas de colectivizar
poco a poco la propiedad sin limitar directamente el poder del capital son aún
más propensas a tropezar con obstáculos serios. El Plan Meidner en Suecia es un
buen ejemplo. El Plan Meidner, concebido por la LO (la central sindical de
Suecia) en la década de 1970, propuso una tasa anual sobre las ganancias que
luego se convertía en acciones y estas se colocaban en un fondo central
controlado por los sindicatos (que en ese momento representaban a más del 80 %
de los trabajadores). Los fondos podían asignarse democráticamente al
desarrollo regional y sectorial y, con el tiempo, la propiedad mayoritaria de
los activos productivos de la nación pasaría de los propietarios privados a la
clase obrera sueca.
Sin embargo, la cuestión del tiempo resultó ser
un problema importante: durante toda la transición, la economía sueca seguiría
dependiendo de las mismas empresas privadas que el plan pretendía expropiar. Advirtiendo
que instintivamente frenarían la inversión a largo plazo si se vieran
amenazados sus derechos de propiedad y argumentando que la eficiencia, la
estabilidad e incluso los niveles de vida sufrirían mermas irreparables si se
llevara a cabo la transferencia de la propiedad, las empresas se movilizaron
para atacar el Plan Meidner. Contrarrestar la amenaza de las empresas exigía
una respuesta amplia, combativa, incluida la prohibición de que las empresas se
descapitalizaran o se fueran a otro país. Sin embargo, una ruptura tan radical
con el capitalismo no estaba al orden del día, y la propuesta de la LO
–elegante en teoría, pero económica y políticamente contradictoria– cayó en
declive y nunca fue revivida.
Huir de las falsas ilusiones
Es fundamental realizar una sobria evaluación de
los éxitos y fracasos de los experimentos con la propiedad de los trabajadores.
Por desgracia, la debilidad de la izquierda ha reforzado la tendencia a
exagerar la importancia de luchas prometedoras. Sedientos de una buena noticia,
los activistas aplauden rabiosamente cada toma de una empresa por los
trabajadores o cada “avance”, pero cuando desaparece el efecto de la novedad,
lo que obtenemos no es un análisis, sino un cambio de atención a la siguiente
acción inspiradora y así sucesivamente.
Un ejemplo de ello es la República Windows de
Chicago. Después de un cierre anunciado, una sentada, un cambio de propiedad y
otro anuncio de cierre, los trabajadores –sin esperanza de encontrar otro
propietario– dieron, valientemente, el paso de establecer la cooperativa de
trabajadores. Siguió una ráfaga de artículos entusiastas, con la esperanza de
que podrían estimular el resurgimiento tan esperado del movimiento obrero.Pero
cuando eso no sucedió así de pronto, la República cayó fuera del radar de la
izquierda. Casi no hubo discusión sobre el resultado final angustiante: de los
originales 240 trabajadores que se enfrentaron el primer anuncio del cierre en
2008, solo permanecen 17, y debido a la presión de la competencia, cobran el
salario mínimo o menos (como “copropietarios” no están cubiertos por las normas
del salario mínimo).
La tragedia de la República Windows pone de
relieve los límites de las adquisiciones, más o menos arbitrarias y
esporádicas, sobre todo cuando –como es la norma– la fábrica en cuestión ha
sido desechada por el capital, pero sigue estando sujeta a las mismas
relaciones de competencia entre las empresas.Aunque admirable como medida
defensiva, la apropiación de fábricas no amenaza por sí misma el status quo ni
conduce necesariamente a una comprensión más profunda, ni a los compromisos y
capacidades estratégicas que podrían servir de base para un futuro desafío al
capitalismo.
Un ejemplo más dramático es la ola de adquisiciones
en Argentina, que provocó un entusiasmo de la izquierda internacional
especialmente intenso. Alentados por el apoyo de las comunidades vecinas, por
la solidaridad de los trabajadores de otras plantas tomadas y por los
piqueteros (grupos movilizados de trabajadores en paro), los trabajadores
bloquearon con éxito los intentos del Estado de desalojarlos de sus fábricas
recuperadas. Es más, al tratar de poner en marcha estos centros de trabajo, los
trabajadores aprendieron nuevas habilidades, se dio más prioridad a la salud y
la seguridad, los trabajadores tendían a ser más flexibles en el reparto de las
cargas de trabajo y tanto las jerarquías dentro del centro de trabajo como la
estratificación de los ingresos se redujeron sustancialmente (sobre todo donde
las luchas para mantener abiertos los centros de trabajo eran más agudas).
Al igual que en otros periodos pasados de
profunda agitación política, las acciones de los trabajadores confirmaron el
potencial radical y la centralidad de la clase obrera. Marina Kabat, una
observadora atenta de estos procesos, calificó acertadamente los
acontecimientos argentinos de “uno de los grandes logros del movimiento
obrero”. Pero Kabat también aconsejó cautela: “Pasar por alto sus limitaciones
y contradicciones no ayudará a su continuidad [ni] a desarrollar su potencial
completo en el futuro”. Aunque estas acciones representaban alternativas
concretas para determinados grupos de trabajadores y sus comunidades –y dejaron
legados importantes–, no se convirtieron en un modelo alternativo para la
sociedad en su conjunto. Las plantas fueron tomadas por desesperación, no por
cálculo estratégico.
Sin una estrategia consciente de transformación
social global -en especial la necesidad de ir más allá y ganar el poder del
Estado con el fin de apoyar, ampliar y coordinar las adquisiciones y eliminar
la competencia como una fuerza impulsora- una ruptura con el capitalismo nunca
ha sido una posibilidad real. Las tomas de control siguen produciéndose en la
Argentina de hoy, pero su proliferación se ha ralentizado a raíz de un descenso
de los cierres. A partir de 2014, había unos 300 centros bajo propiedad de los
trabajadores con casi catorce mil empleados, una parte pequeña de las 200 000
empresas registradas en Argentina y menos del 0,1 % de la fuerza laboral del
país. Las tomas de posesión por los trabajadores no han afectado a los centros
de trabajo prósperos o a los “puestos de mando” de la economía.
Otra microalternativa popular es la cooperativa,
una forma de negocio basada en el principio igualitario de un miembro, un voto.
No se pueden negar los logros de las cooperativas, pero es importante no
exagerar su importancia. Aunque, como es sabido, Marx alabó las cooperativas de
trabajo diciendo que “representan dentro de las viejas formas los primeros
brotes de lo nuevo”, también insistió en que “reproducen de forma natural, y
deben reproducir, en el conjunto de su organización real, todas las deficiencias
del sistema imperante”.
La igualdad formal de las cooperativas no
significa necesariamente que todos participen por igual; como en la democracia
electoral, las burocracias y las élites (y la indiferencia) fácilmente
desbaratan la promesa de la igualdad de los derechos de voto. Además, más del
90% de ellas son cooperativas de consumo, es decir, los principales
propietarios no son las personas que trabajan en ellas. Incluso en cooperativas
que son propiedad de los trabajadores, la composición y el empleo no siempre
coinciden: en Cooperative Home Care Associates, la cooperativa propiedad de los
trabajadores con más miembros de EE UU, solo la mitad de los trabajadores son
miembros de la misma. Esto no es inusual: muchas son cooperativas meramente
nominales y algunas de las más grandes incluso fomentan abiertamente la
adquisición de acciones especiales, lo que debilita el control de los miembros.
Asimismo, las cooperativas no son tan ajenas a
los dictados del capitalismo como afirman sus defensores. Las cooperativas de
crédito –el tipo más frecuente de cooperativas– han tenido que acudir a los
mercados financieros para obtener los fondos con que prestar servicio a su
clientela y, por lo tanto, están integradas efectivamente con Wall Street. Algunas
incluso estuvieron implicadas en la crisis financiera de 2008. Una mirada a
Mondragón, la cooperativa icónica del País Vasco, con seis décadas de vida,
muestra las limitaciones de las cooperativas. Con una plantilla de 80 000
personas y actividades a escala mundial a través de 260 empresas/1 y con una
facturación anual 16 000 millones de dólares, Mondragón es una demostración
viva de que es posible llevar un negocio que tiene una estructura formalmente
democrática, una estructura salarial y jerárquica significativamente plana y un
mecanismo de despido planificado y humano.
No obstante, Mondragón está muy por debajo del
ideal de Albert y Hahnel. Aunque la relación salarial entre un ejecutivo y un
trabajador es de 6,5:1 –una fracción de los 350:1 que impera en EE UU–, los
altos cargos directivos siguen habitando en un mundo diferente del de los
trabajadores. Y, como ha mostrado Sharryn Kasmir en su estudio, la
participación en la toma de decisiones ha implicado principalmente a los mandos
intermedios, no a los trabajadores. Acontecimientos recientes han generado
problemas adicionales. La presión competitiva ha provocado el cierre de una de
las mayores operaciones de Mondragón (Fagor, un fabricante de electrodomésticos
con 3 400 trabajadores), y la cooperativa recurre cada vez más a trabajadores
temporales en su país y produce cada vez más en el extranjero, donde emplea a
trabajadores contratados que no son miembros de la cooperativa.
En suma, las cooperativas, en su día parte
integrante de los movimientos políticos radicales, están ahora integradas en
gran medida en el orden capitalista. Pueden presionar a favor de introducir
determinados cambios, pero ya no se movilizan junto a quienes luchan contra el
capitalismo. En lugar de ello, el principal interés de los miembros de la
cooperativa no estriba, en general, en algo más radical que conseguir un precio
de venta más alto o un precio de compra más bajo en el mercado: nada de lo que
burlarse, pero tampoco nada para hacer sudar a los capitalistas.
Pese a estas deficiencias, las apropiaciones y
las cooperativas tienen algunos atributos estratégicos positivos. El entusiasmo
por los planes de adquisición de acciones para empleados (ESOP), por el
contrario, es francamente desconcertante. De acuerdo con estos planes, los
trabajadores perciben en parte su retribución en forma de acciones de la
compañía, que se mantienen en fideicomiso hasta que se jubilan o dejan la
empresa. Un defensor notable de estos planes, Alperovitz admite que los ESOP
están lejos de ser perfectos, pero todavía los cita como prueba de la
“reconstrucción evolutiva” en el avance de la democracia.Sin embargo, los ESOP
se han introducido para socavar la democracia en el lugar de trabajo y el poder
de los trabajadores, no para mejorarlos. Empresas como Procter & Gamble,
IBM, Coca-Cola y UPS implantaron sus ESOP por la desgravación fiscal y para
tratar de mantener a los sindicatos fuera (o al menos limitar su capacidad de
movilización frente a concesiones salariales o de prestaciones sociales
ofreciendo una “compensación” parcial).
Como concluye el informe de la Reserva Federal
que examina la relación entre la negociación de los sindicatos y las ESOP, “las
ESOP crean incentivos para debilitar a los sindicatos en la mesa de
negociación”. Desde la perspectiva del desafío al capitalismo, las ESOP no son
prefigurativas, sino integradoras. La posesión de acciones que se ofrece a los
trabajadores no implica ninguna redistribución del poder, y lo que los
trabajadores suelen “compartir” en términos de beneficios empresariales no es
más que una fracción de lo que acaban de ceder.
En un intento de establecer la hegemonía de la
idea de las ESOP, Alperovitz cita tímidamente nada menos que al ex presidente
Ronald Reagan: “Creo firmemente”, dijo en un discurso en 1987, “que en el futuro
veremos en EE UU y en todo el mundo occidental una tendencia creciente hacia el
siguiente paso lógico, la propiedad de los empleados.”
Pero lejos de sugerir el potencial de una idea
cuyo tiempo ha llegado, el respaldo de Reagan (como deja claro el discurso
completo) mostró su comodidad con un modo de organización que ya no amenazaba
al sistema. No pretendo negar la importancia de las estrategias concebidas para
aumentar el control y la propiedad de los trabajadores. En general, las tomas
de fábricas y las cooperativas merecen ser apoyadas con entusiasmo. Pero lo que
falta en tanto análisis reciente es una investigación sobria, amistosa, de sus
fortalezas y debilidades, para que, más allá de la solidaridad, podamos
aprender de ellas en lugar de inventar nuevas ilusiones, obteniendo con ello
una mejor apreciación de lo que exige realmente la transformación de la
sociedad.
El Estado y la representación obrera
A pesar de sus objetivos supuestamente radicales,
el movimiento por el control obrero dentro del capitalismo ofrece estrategias
curiosamente apolíticas para llegar allí. Prefiere desafiar las relaciones de
propiedad, pero presta escasa atención a la necesidad de ocupar y transformar
el Estado y no parece apreciar la forma en que la competencia entre las
empresas ayuda a reproducir las relaciones sociales y las prioridades del
capitalismo. Estas deficiencias tienen que ver con la escasa importancia que da
a la representación política y a las capacidades políticas de clase que serían
necesarias –en contraposición a las capacidades económicas– para alcanzar los
objetivos. Este desinterés relativo por el poder y la representación es la
principal debilidad del movimiento.
¿Cómo podrían los trabajadores hacerse cargo
efectivamente de los centros de trabajo no abandonados por el capital? ¿Cabe
esperar que los trabajadores quieran hacerlo, dada la incertidumbre y la falta
de apoyo institucional? ¿Qué preparativos se realizan para parar el
contraataque inevitable desde el Estado si este movimiento comienza a amenazar
realmente a las empresas dominantes de la economía y a limitar la acumulación
de capital privado? Y más allá de cualquier amenaza por parte del Estado, ¿de
qué manera pueden coordinarse estos fragmentos de un nuevo orden social y
resguardarse de las presiones destructivas de la competencia nacional e
internacional?
Organizarse al margen del Estado es, sin duda,
importante. Sin embargo, en algún momento, los movimientos anticapitalistas no
pueden evitar llevar la lucha al interior del Estado. Históricamente, cuando
los trabajadores han llevado las cosas hasta el límite a fuerza de
combatividad, pero negándose a meterse con el Estado o careciendo de la fuerza
necesaria para ello, sus rebeliones se desvanecieron o fueron aplastadas
brutalmente. Ignorar o minimizar la necesidad de construir un movimiento capaz
de tomar el poder del Estado es ir a la derrota segura. Tener en cuenta
sistemáticamente al Estado no es un problema que pueda dejarse para “después”,
cuando el movimiento se haya convertido en una amenaza real. Más bien, es un
desafío inmediato, aunque se plantee en términos estrictamente económicos.
Aunque las empresas propiedad de los trabajadores
y las cooperativas han demostrado que pueden sobrevivir en nichos específicos o
en espacios económicos en gran medida abandonados por el capital, enfrentarse a
los grandes bancos y empresas del capitalismo es un asunto completamente
diferente. Sería pecar de ingenuidad esperar que las empresas gestionadas por
los trabajadores escapen de las sombras del capitalismo y ocupen el lugar del
capital empresarial sin un apoyo que solo puede venir de los Estados.
El problema no es solamente que las empresas
autogestionadas y las cooperativas están en desventaja, desde el principio, en
los centros de trabajo y los subsectores que han heredado, ni que se enfrentan
a un enorme vacío de recursos financieros, administrativos y técnicos y a la
falta de relaciones con los proveedores y los mercados. Lo principal es que la
competencia lo condiciona todo. A pesar de algunas excepciones aisladas,
competir en el terreno de juego del capital tratando de afirmar valores que no
fomentan la competitividad supone tener que elegir repetidamente entre tirar
por la borda aquellos valores o aceptar la derrota frente a la competencia.
Una respuesta común a este dilema consiste en
presionar para que se promulguen disposiciones especiales para las empresas
autogestionadas y las cooperativas a fin de corregir parcialmente la desventaja
competitiva. Estas van desde una demanda de más “formación”, fácilmente
obtenida, hasta la petición de subsidios financieros y de puesta en marcha y de
un apoyo sustancial técnico y de investigación. Sin embargo, mientras que estas
respuestas pueden ser necesarias para sobrevivir, también legitiman más el impacto
destructivo del juego competitivo.
Las realidades del día a día de la competencia
tienden a fragmentar solidaridades, empujando a los colectivos de trabajadores
a velar únicamente por sí mismos y haciendo que los ganadores apenas sientan la
necesidad de fomentar la solidaridad y que los perdedores se vuelvan más
escépticos con respecto al control obrero. Las presiones competitivas también
condicionan el funcionamiento interno de los colectivos, dando un mayor peso a
las habilidades que los mercados consideran más valiosas y a la reproducción de
las jerarquías dentro de la fábrica que aumentan la rentabilidad.
Las divisiones también pueden ser autoinfligidas,
como cuando Wolff insiste en la clasificación de los trabajadores en función de
la productividad, sobre la base de si contribuyen directamente a la creación de
un excedente. Sea cual sea el propósito a que esto pueda servir para analizar
el capitalismo (dudoso en el mejor de los casos), la distinción es
especialmente contraproducente para generar solidaridad de clase. Al otorgar a
unos trabajadores un estatus más elevado que a otros se reafirma la
infravaloración que suele hacerse de trabajadores como los empleados de oficina
y los de limpieza (en general, los más precarios, a menudo mujeres e inmigrantes).
La gimnasia verbal consistente en calificar a los trabajadores llamados no
productivos de importantes o de “facilitadores” apenas sirve para igualar su
condición. (Del mismo modo, decir que los trabajadores de un establecimiento de
comida rápida mal pagados están menos explotados que los trabajadores del
automóvil ya que no producen tanta plusvalía, no contribuye precisamente a
tejer lazos de solidaridad en el conjunto de la clase obrera).
Hay razones para albergar la esperanza de que las
empresas controladas por los trabajadores prosperen económicamente. Pero su
éxito, por sí mismo, no va a producir una clase trabajadora capaz de ganar las
próximas batallas políticas. Mondragón, la más exitosa de las cooperativas, es
de nuevo un ejemplo instructivo. Fundada por un sacerdote católico
antifascista, J.M. Arizmendiarrieta, Mondragón era tolerada e incluso apoyada
por el régimen de Franco, ya que fue vista como “una alternativa empresarial al
activismo obrero y al socialismo”. Esa tendencia antiradical sigue existiendo
actualmente. Los trabajadores de Mondragón han estado notablemente ausentes de
la mayor parte de las corrientes ideológicas y culturales que se observan en el
resto de la clase trabajadora vasca y española. Aunque han participado a veces en
luchas más amplias, el liderazgo económico de Mondragón no ha venido acompañado
de un liderazgo político.Esto no es tan solo una cuestión de falta de
solidaridad, sino una indicación de que Mondragón, con todos sus logros, acepta
las reglas del capitalismo y trata de hacerse un espacio competitivo dentro del
mismo. “Vivimos en una economía de mercado”, ha declarado recientemente su
presidente, añadiendo que “eso no se puede cambiar”.
Al abordar el dilema entre el éxito competitivo y
la cohesión de clase, una cosa tiene que estar clara: tratar de aplicar
políticas de “igualdad de oportunidades” es un enfoque equivocado. Lo que hace
falta es cambiar las reglas del juego, de manera que la medida del éxito no sea
una “competitividad” que socava los valores solidarios e igualitarios. Cambiar
las reglas del juego supone limitar el poder disciplinador de la competencia:
limitar en vez de ampliar el libre comercio y reducir la capacidad del capital
para desplazar las empresas productivas de las comunidades que los
enriquecieron. Esto también implica dar mayor peso al desarrollo orientado al
interior e implantar de un grado significativo de planificación económica. Avanzar
en esta dirección, en lugar de trabajar dentro de las reglas vigentes del
capitalismo, exige llevar al Estado, y no sólo contra el Estado, sino dentro
del Estado y con el objetivo de transformarlo.
Esto nos lleva de nuevo a la cuestión de la
representación. Si la clave para lograr una economía participativa reside en la
capacidad de cambiar las reglas del juego y transformar el Estado, entonces la
evaluación de las empresas autogestionadas y las cooperativas no puede basarse
en si tal o cual empresa es económicamente rentable, sino si contribuye a la
construcción de una clase obrera con visión, confianza y sensibilidad de clase,
y con la inteligencia y fortaleza institucional para democratizar la economía.
Politización
Entonces, ¿cómo se presentaría la politización de
las empresas autogestionadas, las cooperativas y otras formas de democracia participativa?
¿Qué implicaría el reconocimiento de la necesidad de hacer frente al Estado y
de construir capacidades de clase para su funcionamiento diario? ¿Cómo
cambiaría esta función más amplia a medida que cambia el escenario de lucha? Y
si la politización ha de ser generalizada y sostenida, ¿no exige esto, como
complemento de estas instituciones principalmente económicas, una institución
específicamente política, es decir, un partido (o varios partidos)?
Veamos el caso de las cooperativas de consumo y de
crédito. En el pasado solían mantener estrechos vínculos con los movimientos
socialistas y cuando la política de izquierdas se desvaneció, también lo hizo
la naturaleza política del movimiento cooperativo. Repolitizar las cooperativas
significaría unirse de nuevo al movimiento socialista: participar de nuevo
activamente en campañas de orientación socialista, integrar la educación
socialista en sus contactos con los miembros y la comunidad, ampliar el uso de
sus instalaciones para actividades culturales y políticas (cafeterías,
librerías, bares, salas de actos). Especialmente interesante es la sugerencia,
que tiene sus raíces en algunas prácticas del pasado, de que las cooperativas
reserven una parte de los ingresos para financiar el sindicato, la comunidad y
la organización socialista. La compra en la cooperativa será entonces algo más
que la expresión de una preferencia del consumidor. Sería una señal de
compromiso con un proyecto político más amplio.
En el caso de las empresas propiedad de los
trabajadores, la politización constituye un desafío más radical. Como se ha
destacado anteriormente, una estrategia basada en hacerse cargo de las fábricas
abandonadas por el capital mientras se acepta la camisa de fuerza competitiva
de los mercados capitalistas, puede tener cierto sentido práctico. Pero
simplemente no puede ser una base para la transformación social. La
politización de la autogestión de los trabajadores exige centrarse en el
contexto en el que operan.Para lograr esta politización, las empresas autogestionadas
deben integrarse en complejos más amplios –organizados sobre una base regional
o sectorial– que atiendan directamente necesidades sociales, y necesitan estar
protegidas, al menos parcialmente, a través de un grado significativo de
planificación, frente a las presiones destructivas de la competencia. La escala
requerida para este tipo de planificación solo puede darse a nivel del Estado.
Por su parte, Alperovitz ha señalado de manera
constructiva la importancia democrática de los servicios públicos de propiedad
municipal. Este recurso a la administración local debe extenderse a la
fabricación, construcción y empresas de servicios, es decir, la construcción de
una especie de soviets. Lo que esta estrategia no busca en modo alguno es la
inserción más eficaz de los centros de trabajo en las cadenas de valor globales
y la competencia internacional. Si en el marco de una lucha por el desarrollo
orientado hacia el interior y no hacia el libre comercio algunas instituciones
estatales y paraestatales pudieran comenzar a garantizar mercados para la
producción local (por ejemplo, ropa de cama y suministros hospitalarios, libros
para las escuelas y universidades, materiales y equipos para la construcción y
la recuperación medioambiental), esto podría reforzar las perspectivas de las
empresas administradas por los trabajadores.
Eso mismo podría conseguirse con la creación de
una empresa pública que supervisara la reconversión de las fábricas (en
sectores como el del automóvil) para hacer frente a las necesidades ambientales
a largo plazo de este siglo con vistas al transporte público y la eficiencia
energética de fábricas, oficinas y viviendas. Entre otras cosas, la presencia
de estas estructuras podría alentar, por si misma, a los trabajadores
–preocupados por el futuro de su centro de trabajo y conscientes de su
capacidad de producción potencial– para emprender adquisiciones que luego
podrían encajar en los planes generales ambientales o sociales.
Este es un territorio nuevo. Está sobradamente
demostrado que los trabajadores saben organizar la producción del centro de
trabajo, pero tienen poca experiencia en el desarrollo democrático de planes
sociales más amplios que también contemplen la autonomía suficiente del centro
de trabajo para que la autogestión de los trabajadores resulte significativa. No
hay que exagerar hasta dónde puede llegar esto bajo el capitalismo, pero
probarlo parece fructífero para el desarrollo de las habilidades económicas,
las capacidades institucionales y los vínculos políticos –y para poner de
relieve los muchos problemas que siguen sin resolver– esenciales para pasar a
intervenciones más ambiciosas.
Un punto ciego particularmente significativo para
el movimiento por el control obrero es el de los trabajadores del sector
público, sobre todo teniendo en cuenta que sus sindicatos son, esencialmente,
el último bastión del sindicalismo. En el caso de Wolff, este descuido parece
deberse a su mínimo interés por los trabajadores “no productivos”.Pero la razón
más amplia del olvido reside en lo absurdo que resulta aplicar la propiedad
obrera segmentada al sector público; no parece que valga mucho la pena pensar
acerca de los trabajadores del ministerio de Hacienda o del de Bienestar Social
como “propietarios” de la recaudación de impuestos o de la distribución de
cupones de alimentos.
Sin embargo, si la transformación del Estado es
de suma importancia, entonces el papel de los trabajadores del sector público
también es crucial. En el peor de los casos, despreciarlo puede llevar a los
trabajadores –preocupados por sus intereses sectoriales– a convertirse en un
obstáculo perjudicial para la democratización del Estado. Sin embargo, en el
mejor de los casos, podría abordar seriamente la cuestión de avanzar hacia un
tipo diferente de Estado.En el pasado, algunos trabajadores del sector público
han forjado tentativamente alianzas con sus clientes en el marco de un esfuerzo
por proteger sus puestos de trabajo y mejorar su capacidad de negociación. ¿Podría
hacerse extensiva esta táctica defensiva a la institucionalización de nuevas
relaciones trabajador-cliente directamente dentro del Estado? Por ejemplo,
creando consejos de trabajadores y clientes dentro del ministerio de Bienestar
Social para abordar los problemas de la prestación de asistencia; estableciendo
consejos de padres y maestros para reestructurar el sistema escolar; y formando
consejos similares para el cuidado de la salud, la vivienda, el transporte…
Profundizando en estas cuestiones de politización
–tanto si implica repensar los sectores, la relación de los trabajadores con el
Estado o la función de los trabajadores dentro del Estado–, es posible concebir
el proyecto de autogestión no como un intento de pasar por encima de los
sindicatos, sino tal vez incluso como una manera de favorecer las condiciones
para su reactivación.¿En qué medida la revitalización de los sindicatos y el
resurgimiento de la combatividad por parte de sus miembros se basan en el
desarrollo de una sensibilidad de clase más amplia, que relaciona las
frustraciones comunes con la necesidad de una solidaridad de clase más amplia
en los centros de trabajo y las comunidades, capaz de cuestionar qué se
produce, cómo y para quién? Son cuestiones básicas en materia de autogestión.
Uno de los pocos casos en los que el Estado
aparece en el proyecto de economía participativa es el de los presupuestos
participativos: un proceso que proporciona a los ciudadanos la oportunidad de
definir las prioridades locales. Hay buenas razones para aplaudir este
ejercicio de financiación democrática. Los presupuestos participativos atraen a
grupos marginados y favorecen la alfabetización individual y colectiva en una
dimensión particular de la actividad del Estado. Y el proceso es atractivo para
algunos, ya que lo ven como una manera de quitar un trozo de poder al Estado y
entregarlo a la base, en vez de integrarse en el Estado.
El problema es que, por su propia naturaleza, los
presupuestos funcionan como limitaciones disciplinantes. Si el aumento de
impuestos, el control sobre la inversión y el empleo y las restricciones a los
flujos de capital están fuera del ámbito de discusión –como es la norma en
estas discusiones pecuniarias–, el reto más importante queda oscurecido: cómo
modificar o superar las limitaciones a que se enfrentan las personas. Por
tanto, los presupuestos participativos terminan limitando, y no expandiendo,
las posibilidades políticas. En este contexto, la politización incluiría no
solo la igualdad de oportunidades de participación (costes de transporte,
cuidado infantil) y la democratización de los conocimientos técnicos (obligando
a los burócratas a popularizar sus explicaciones y a convertirse, como sugirió
un académico brasileño, en “tecnodemócratas”), pero llevando a cabo la labor
educativa y organizativa para desafiar las limitaciones presupuestarias y
situarlas en la economía política del poder de clase.
En la actualidad, la politización de las empresas
autogestionadas y las cooperativas giraría en torno a la integración consciente
de preocupaciones políticas en su actividad económica: la construcción de una
sensibilidad de clase, el desarrollo de relaciones en el conjunto de sus
componentes, la confrontación con el Estado y la adopción de medidas que
inicien el proceso de transformación del mismo. Sin embargo, como ocurre con la
economía, la transformación gradual tiene sus límites. Si este movimiento se
enfrenta a una nueva etapa provocada por el movimiento más amplio del que forma
parte –como un gobierno de izquierda que llegue al poder con el compromiso de
democratizar el Estado–, el cambio de circunstancias podría elevar el interés
de la autogestión de los trabajadores.
La dependencia continuada del nuevo gobierno y la
sociedad de una clase capitalista hostil, junto con una capacidad todavía
insuficiente del Estado para hacerse con las riendas, reestructurar y democratizar
amplios sectores del capital, daría lugar a un período de incertidumbre y
crisis virtualmente inevitable.Es en este momento crítico cuando las
capacidades económicas y las posibilidades de autogestión de los trabajadores
podrían escapar de su existencia marginal dentro del capitalismo y convertirse
en un factor político central. Entonces es cuando la “relación simbiótica” de
la que habla Wright entre las instituciones económicas alternativas y los
movimientos relacionados, por una parte, y el Estado por otra –ingenua en
tiempos normales bajo el capitalismo–, también se volvería significativa.
Cuando las cooperativas y los movimientos
sociales actúen de manera concertada para llevar a cabo la satisfacción
colectiva de necesidades básicas como la alimentación, la salud, la energía y
el transporte; cuando asuman la propiedad de la tierra, las fábricas inactivas
y los puertos; cuando impidan que fábricas y equipos se trasladen al
extranjero; cuando se formen consejos de fábrica y estos se relacionen con otros
en el mismo sector o la región, cuando todo esto estalle, “la autogestión de
los trabajadores y las comunidades” adquiriría un significado cualitativamente
nuevo. Y si llegara a tener éxito, también tendría que exigir el tipo de apoyo
práctico estatal que ayuda a dar a luz un “tipo diferente de Estado”.
Por último, la politización del control obrero y
las cooperativas no puede producirse sin la instauración de otra institución, a
caballo entre el mundo de las empresas de los trabajadores y las cooperativas
como un “terreno de actividad parcialmente autónomo”. Lo que Thad Williamson ha
observado sobre las “utopías reales” de Wright se aplica con creces a los demás
defensores de las instituciones económicas alternativas, como las cooperativas,
las empresas autogestionadas, y todos sus primos: “La consideración de la
política como un terreno de actividad parcialmente autónomo suele ir en el
asiento trasero”.
Ni la politización de las instituciones
económicas alternativas ni la futura transformación del Estado es posible sin
la existencia de una institución específicamente política: un partido
socialista (o más probablemente, varios partidos) con raíces en estas
instituciones alternativas, pero con una visión y una sensibilidad estratégica
más amplia (y a más largo plazo). Su papel distintivo es centrarse no tanto en
políticas más radicales –aunque eso también es importante–, sino en la
construcción de capacidades individuales y colectivas de análisis y evaluación,
para la deliberación democrática y la elaboración estratégica, para la
organización y el desarrollo de la solidaridad y para esforzarse por convertir
a los trabajadores en una clase capaz de conquistar el poder y transformar el
Estado.
¿Qué hacer?
No hay una solución rápida para el callejón sin salida
en que se halla la izquierda. El intento de revivir las ideas de autogestión es
admirable, en la medida en que estas ponen de relieve la importancia
fundamental de desafiar la propiedad privada.Pero el populismo dominante del
proyecto subestima los límites que supone hacerlo dentro del capitalismo y pasa
por alto la necesidad fundamental del cuestionamiento global y la inversión de
las relaciones de propiedad existentes, cosa que no puede ocurrir sin que se
desarrolle la cohesión de clase y la capacidad institucional para hacer frente
al Estado capitalista.
El resultado es el peor de los mundos: mientras
que la autogestión queda confinada en los márgenes, las empresas dominantes
continúan por su camino triunfal; no se presta atención al Estado odiado y se
le deja que continúe machacándonos; hay estallidos ocasionales que absorben
energías, pero dejan poco de sustancia detrás; la clase obrera, pese a todas
sus potencialidades como actor, va dando trompicones sin rumbo. Hasta que la
discusión se politice de forma que pueda ir más allá de una crítica (legítima)
del estatismo y comience a ver la transformación democrática del Estado como
parte integrante de la democratización económica –y el desarrollo de las
capacidades de clase para abordar esta tarea se convierta en una prioridad–,
esta “nueva gran idea” no será más que el último fracaso de la izquierda.
10/03/2016
1/ Nota de la redacción: Hemos corregido el dato
exagerado de 150 000 empresas que decía el artículo original basándonos en lo
que la propia empresa (http://www.mondragon-corporation.com/
) informa.
* Sam Gindin fue director de investigación del
sindicato del automóvil de Canadá (Canadian Auto Workers) de 1974 a 2000 y
actualmente es profesor adjunto de la Universidad de York en Toronto.
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